martes, 19 de febrero de 2008

Todo por cuatro duros

Hace varias semanas, durante una lucha interna contra la pereza de tener que levantarse en un día laborable, aun con los ojos semicerrados, oí el nombre de mi añorado pueblo de veraneo en la televisión: Haro. Es muy atípico saber algo de él a través de los medios de comunicación, así que presté atención a la noticia.

Resulta que hace casi cuatro años un joven de nuestra edad que regresaba en bicicleta a un camping cercano, donde se hallaba disfrutando de unas vacaciones con sus padres, fue atropellado por un vehiculo y murió en el acto. Según el atestado efectuado por agentes de la Guardia Civil, el chaval se saltó un stop y el conductor quedó libre de condena. Había sido un fatídico accidente derivado de un despiste.

Pero dos años más tarde, cuando la memoria del joven aun alargaba de tristeza las noches de su pobre madre, el conductor de 43 años demandó a la familia por los daños que había sufrido su vehiculo en el siniestro. Tras varios meses de ir y venires, la semana pasada se procedía a celebrar la vista del juicio. Pero el revuelo que causó la noticia y la presión social provocó la retirada de la denuncia por parte del “afectado”, que declaró sentirse “mancillado” por la gente del pueblo.

Pero, ¿qué esperaba este hombre? ¿qué se le aplaudiese su victimismo de tener que pagar las cuotas del taller? Después de ver la noticia intenté imaginar lo que rondaría por la cabeza de la familia del chico al recibir el sobre del Ministerio de Justicia. Por la cabeza de la familia que tras una dura tormenta logró, con gran esfuerzo, mantener a flote un humilde velero que perdió a su timonel y que el destino quería hundir. Los pensamientos de la familia que creyó haber pasado página y que lo peor había pasado y no se esperaba la aparición en escena de un galeón liderado por un egoísmo bucanero que a cañonazos intentaría abordar y destruir el deseo de una nueva vida feliz. Que te reabran una herida que el tiempo jamás curará del todo es doloroso, más aun cuando las lágrimas no consuelan una irremediable providencia y miles de gotas no son capaces de llenar el vacío. Suficiente condena tienen ya las desoladas almas de esa pobre familia, para que además de truncar sus vidas se les exija el pago de una dura indemnización. El intento de este hombre sin corazón de hacer leña del árbol caído son, en mi modesta opinión, ganas de joder.

Los familiares del chico, por la cuenta vengativa y justa que les trae, también han entrado en este juego, acudiendo a los tribunales para que el causante de la muerte de su hijo ingrese en prisión por haber cometido una negligencia, que no fue penada porque, según ellos, el atestado se hizo mal. Si el “contraanálisis” delata que hubo alguna imprudencia por parte del conductor, este pasará varios añitos en la cárcel. Como la justicia es lenta, este caso tendrá para rato. Aunque me gustaría no volverme a topar con sucesos de este estilo, que hacen que veamos a lo que puede llegar la gente por cuatro duros.