sábado, 10 de mayo de 2008

Anarquía temporal


Vivimos en un mundo en el que los relojes son algo realmente importante; si quedas con los amigos para irte a algún lugar, pones una hora al momento. Lo mismo si tienes visitar a un compañero para dejarle unos apuntes, o si decides asistir a alguna clase particular, sea de lo que sea, ya bien inglés o cocina: tendrás que amueblar tu día alrededor de un horario marcado.

En una sociedad donde todo el mundo vive en un continuo ajetreo, donde una de las causas más habituales de desequilibrios en el sistema nervioso y de trastornos psicológicos es el estrés (es decir, el nombre científico con el que se ha denominado a la incompetencia y grandilocuencia humana, que intenta abarcar mucho y poco aprieta), es un defecto la falta de puntualidad. Se mira muy mal a la gente que llega tarde, que se queda dormida, que vive a un ritmo más o menos saludable. Y es comprensible; tenemos derecho a administrar a libre albedrío -casi suena hasta bien, si no supiésemos que no es más que en la teoría, en un precioso ideal- nuestro propio tiempo, pero no es en absoluto justo que dispongamos asimismo del de los demás.

Sin embargo, y aunque no puedo decir ser totalmente impuntual (mis despistes se deben, en su mayoría, a las pérdidas del metro que retrasan mi llegada un máximo de 5-10 minutos, y de forma ocasional, que no frecuente) odio que especulen sobre mi vida. Detesto los horarios. No me gusta, por las mañanas, tener que interrumpir un sueño escaso que vete a saber tú cuándo logré conciliar. Del mismo modo, no me gusta pasarme la semana corriendo de un sitio a otro, como una loca, asistiendo en una tarde a tres clases diferentes para encontrarme, al anochecer, con una pila de deberes en casa de tamaño similar a la pirámide de Keops. Y me siento especialmente frustrada cuando he de hacer algo que amo, pero con un tiempo. Y llegada a esa conclusión es cuando me siento completamente inútil, pues bastan unas pocas palabras para que me deje de apetecer hacer algo que me gustaba e interesaba instantes atrás. Cuanto más ajustada ando de tiempo, cuanto menor es el rato que me queda para escribir una redacción, dibujar algo o leer, tanto menos me apetece terminar con ello. El hecho de saber que es por obligación que tengo que hacerlo, que tengo un tiempo límite ante el que no puedo fallar, se vuelve una especie de barrera mental, una presión indescriptible que me bloquea, atonta y quita cualquier resquicio de inspiración. Y no puedo remediarlo, eso hace que odie el tiempo. Es una especie de limitación, algo que siempre se acaba, que siempre corre y nunca para, y que me agobia. Está ahí, recordándonos que cada instante que desperdiciamos es uno menos que tenemos para aprovechar. Que no viviremos eternamente, pero sí estaremos toda nuestra pequeña eternidad pendientes de él. Porque para medir lo que no debería medirse, por la condición débil que hace que lo incontable esté para nosotros contado, es para lo que se inventaron y se utilizan los relojes. Y por muy bonitos que puedan hacerlos, rústicos, modernos, de papel, solares, plástico o metal, siguen siendo igual de molestos, siempre ahí para recordarte que no paran, que hagas lo que tengas que hacer, te des prisa, o no podrás terminarlo.

Por lo que, por muy horrible que sea un reloj parado -ante lo que sí que me inquieto, todo sea dicho (más que con el objeto en sí con todas las divagaciones filosóficas que éste puede desatar en mi mente evasiva)- sueño a veces con una vida libre de preocupaciones de ese tipo, en la que poderme guiar más por el reloj biológico y los caprichos de mi mente, haciendo libremente lo que venga, sin necesidad de dar explicaciones sobre cuándo apareceré, y sin requerimientos ni exigencias que limiten lo que puedo hacer en cada momento. Sueño con vivir, algún día, a merced de mis impulsos, en torbellinos de ideas y vaivenes de olas de mar: tranquilos a veces o tormentosos en otras, en un constante cambiar que nunca se convierte ni se convertirá en rutina... Libre, sin dueños, sin rutinas impuestas. Mi propia anarquía temporal.

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