martes, 25 de marzo de 2008

Síndrome de Peter Pan

Cómo pasa el tiempo. Recuerdo como si fuera ayer interminables horas jugando al esconderite, cubiertos con batas de horribles colores, cuando lo más insignificante me parecía gracioso y nuestra única droga eran esos juguetes que marcaron época. Es verdad que pasa rápido, sí.

En cambio ahora, a punto de cumplir los dieciocho y convertirme en adulto, a punto de pasar el peaje de la selectividad con los huevos de corbata y meditar sobre que dentro de poco habrá que ir pensando en buscarse la vida, una grata nostalgia llama a mi puerta y yo, orgulloso, la dejo pasar para que me rememore los buenos momentos que, en la más pura ignorancia de niño, he vivido vorazmente. Esto hace que me replantee correr por la cubierta y saltar del barco que poquito a poco va dejando atrás el puerto de la infancia.

En esto de hacerse maduro, cada uno tiene su cristal. Algunos dicen que es ahora cuando realmente comienza la buena y verdadera vida, autosuficiente y libre, en la cual cada uno puede aventurarse a sus propósitos vocacionales. Pero ellos a veces olvidan que, también, somos nosotros mismos los que pagamos los platos rotos y que, muchas veces, acabamos magullados de cortes tras recoger los restos de un sueño truncado. Esta claro que no siempre vamos a tener al lado a alguien que nos avise del peligro y que enderece nuestro camino. No siempre va a estar don José Ramón para mostrarnos la dirección y sentido correcto del vector. Cuantos más años, más responsabilidades. El ejemplo esta en nuestra propia casa. ¿Es que nadie se ha fijado que a cada regalo de cumpleaños se le añade una nueva tarea domestica más?: que si la cama, que si fregar, que si pasar la aspiradora, etc.



El tiempo te enseña a hacerte fuerte, eso también es verdad. A través de los errores cometidos, aprendemos a no tropezar por tercera vez consecutiva, a no esperar duros por pesetas y a mantenernos alerta de mal nacidos. “Un hombre sabio procurará más oportunidades de las que se le presentan”, pero eso hay que currárselo de antemano. Para ganar hay que apostar, pero tenemos que ser conscientes de los que ponemos en juego y al riesgo que nos exponemos.

A si que concluyendo, yo me hago esta pregunta: ¿Quien no prefiere vivir en una aureola de ideas difuminadas y tenues, cuyo charco refleja otra realidad donde lo único que importa es meter gol al contrario, regatear ágilmente con los cromos o enamorarte ciegamente de una chica mona? No quiero dejar de ser niño. Pese a que madure, nunca suicidaré a mi otro yo. El Jontxu que llevo dentro no morirá jamás. Nunca, jamás.

1 comentario:

Ipira EDS dijo...

Creo que fue sobre los 12, momento en el que me di cuenta de que en el cartelito de las camas elásticas ponía que en breves dejaría de tener edad para montar en ellas, cuando me di cuenta de que yo tampoco quería crecer... Tienes razón, la gente se engaña: los dieciocho son un regalo de doble filo... Pero bueno, no queda mucho más remedio que aceptarlo, ¿No?

Supongo que siempre nos quedará el guardar en cajitas doradas los recuerdos de un periodo de nuestras vidas que nunca volverá, y que sin embargo (y como has mencionado) nunca acabará del todo...